-¡Veinte años, carajo!¡Veinte años! ¿Qué me decís a eso? ¿Querés que me quede así, sin hacer nada?
Bogado
no sabe qué contestar. Parpadea varias veces, algo aturdido por los
gritos del Hormiga, que sigue de pie al otro lado de la mesa, con los
puños sobre la madera. La cara del Hormiga está casi en sombras porque
la lámpara es muy baja, pero Bogado sabe que sus ojos sacan chispas y
que está empapado de sudor por el esfuerzo de tratar de convencerlos.
Bogado
se mira las manos para no cruzarse con los ojos de los demás que,
sentados a los costados, sin dudas están clavándole la mirada. Saben que
están esperando que hable, como si siempre fuese el dueño de la última
palabra. Por algo el Hormiga lo ha llamado primero a él para organizar
esa reunión de desquiciados. Y por eso lo ha usado a él como
interlocutor principal para darle los pormenores de ese proyecto de
locos. Y por eso le ha contestado específicamente a él todas las
preguntas, todas las objeciones, que todos los presentes le han ido
planteando al Hormiga, y que lo han ido poniendo nervioso hasta dejarlo
con ese aspecto de energúmeno escapado de un loquera.
Bogado chista y sacude la cabeza. Ridícula. Toda la situación es ridícula. Y ellos son
ocho boludos. Eso es lo que son. Los ocho reunidos en esa habitación
oscura, con la lámpara sobre la mesa como si fuera un garito o un
aguantadero de película mala, y ellos un banda de chorros planeando al
asalto del siglo.
- ¿Te lo vuelvo a explicar? – el Hormiga baja el tono en un intento por tranquilizarse.
Bogado alza una mano para disuadirlo: -No. Pará. No tiene sentido.
- Te digo que sí – porfía el Hormiga-. Primero: lo vengo estudiando desde hace dos años.
Dos años. ¿Me escuchaste bien? – Bogado, resignado, asiente-. Segundo:
conseguí ese laburo de vigilancia nada más que para esto, y vos lo sabés
bien, José. –Mira brevemente a su derecha, y una de las cabezas
convalida con un gesto afirmativo-. Tercero: me parlé cincuenta veces al
supervisor para que me mandase a controlar el sector ese, porque si me
mandaban al depósito o al estacionamiento me cagaban, y se iba todo el
asunto a la mierda. – De nuevo le habla directamente a Bogado, y éste no
quiere que lo haga. – Cuarto: elegí el lugar con un cuidado bárbaro... –
duda como buscando palabras más precisas, pero no las encuentra-,
bárbaro, el lugar –concluye.
- Nadie te dice lo contrario, Hormiga – Bogado intenta cortarlo.
- Pará. Dejame terminar. El lugar que les digo es bárbaro. De lo mejor. Hay una cámara que
lo enfoca medio de costado, pero como las luces de ese lado las apagan,
por el monitor no se ve un carajo, ya me fijé. Quinto. O sexto, no sé,
para el caso da igual: la alarma está apagada hasta bien tarde, primero
por los de limpieza y después por la ronda nuestra. ¿Y querés lo mejor,
lo mejor de lo mejor?
Bogado hace un posterior intento por detenerlo:
- Para, Hormiga, cortála. Ya lo dijiste.
El otro lo ignora.
-
Escuchá, escuchame un poco –el Hormiga es ahora enérgico pero no ha
vuelto a perder los estribos-. De las tres a las cuatro de la mañana se
juntan todos los vigilantes en la recepción a tomar un refrigerio. Se
supone que se tienen que turnar, pero van todos juntos porque están
podridos de estar al pedo y solos como una ostra sin nadie para charlar.
Bogado
nota, contrariado, que a fuerza de escucharlo una y otra vez los otros
muchachos empiezan a tomarlo en serio. Intenta romper el efecto: -Estás
soñando, Hormiga. Vamos a terminar todos en cana, y vos sin laburo,
además.
No
es la réplica más feliz, y Bogado se da cuenta de inmediato. El Hormiga
se sienta y lo mira fijo, con sus ojos claros muy abiertos por la
excitación. La nariz, gorda y ganchuda, parece a punto de estallarle con
el color escarlata que ha tomado. Con esa piel blanca y el pelo rubio
parece un gringo recién bajado del barco. Cuando se conocieron a Bogado
le había extrañado el sobrenombre del Hormiga, porque el tipo es alto,
flaco y blanquísimo, y se le nota a la legua que es hijo de tanos.
Recién al tiempo le explicaron que el mote no era por es aspecto, sino
por lo cabeza dura, por lo tenaz, lo porfiado. Cuando algo se le pone en
la cabeza no hay Dios que lo convenza de lo contrario, y no para hasta
conseguir lo que busca. Y Bogado, esta noche, está sufriendo en carne
propia esa forma de ser de su amigo. Y para peor acaba de decir la frase
menos adecuada que pudo ocurrírsele. Serán los nervios, piensa Bogado.
Pero el otro lo mira con seguridad, casi con dulzura, con la expresión
del jugador que tiene todas las cartas en las manos.
-¿Me
estás jodiendo? –arranca el Hormiga- ¿Y vos creés que yo no quiero
largar ese laburo? ¡Me hacen un favor si me echan! Estoy para esto,
Santiago. Nada más que para esto. No se pueden borrar ahora. Dos años
para esto, macho. Dos años me comí ahí adentro para esto.
Vuelve
el silencio, Bogado asume que acaban de sacarle otro gol de ventaja en
esa extraña definición en la que ambos hace rato están empeñados. El
Hormiga no miente cuando dice que aceptó el trabajo de vigilancia para
esto. El día que le confirmaron el puesto, los reunió a todos, a los
mismos que hoy flanquean la mesa, les anunció solemnemente para qué
había aceptado ese trabajo. En ese momento todos se lo habían tomado
medio en joda y le habían dado manija. Hasta él, hasta Bogado, había
tomado parte en el jolgorio. Y tampoco fueron capaces de detenerse
después, con el transcurso de los meses, en las ocasiones en las que el
Hormiga, muy serio y más entusiasmado, les pasaba informes sobre sus
avances. Todos le habían seguido la corriente.
Pero
lo de esta noche es demasiado. Citarlos así, en ese sitio, a esa hora,
haciéndose el misterioso. Evidentemente el Hormiga se engrupió con eso
de dar el golpe del siglo. Pero, ¿de quién es la culpa?¿De él o de los
que no fueron capaces de frenarle el carro?
La
primera vez que lo explicó, más temprano, con el plano lleno de cruces y
de flechas trazadas con marcadores rojos y verdes, se le cagaron de
risa porque acaban de llegar y supusieron que era una joda. Pero
después, al ver al Hormiga enchufadísimo, se fueron poniendo serios. Por
eso Bogado había empezado a asustarse y a tratar de pararlo, de
llamarlo a la realidad, de demostrarle que todo era una locura.
Pero
cuando más discuten más siente Bogado que el Hormiga se agranda, se
afirma, crece en lo suyo. Y peor aún, Bogado palpa en el aire que los
demás se van encandilando con su fantasía. Y esa estupidez de haberle
mentado el asunto del trabajo. El flanco más fuerte del Hormiga,
precisamente.
Porque
el tipo ha sacrificado dos años de su vida para eso. No es el único
trabajo que el Hormiga puede hacer, ni el mejor pago. Sin ir más lejos
el año pasado José le ofreció un reparto de quesos. Buena guita, porque
necesitaba alguien de confianza, y el Hormiga, además de todo, es
derecho como una estaca. Pero contestó que no, porque no podía dejar
“aquello” sin terminar.
Esa
es la cagada. Que el Hormiga habla desde la autoridad que nace del
sacrificio y la voluntad. No se llena la boca con bravuconadas. Puede
tener un plan ridículo. Puede ser una imbecilidad. Pero el Hormiga se la
jugó en el asunto, y se la sigue jugando. A Bogado le está costando
discutir, encontrar argumentos terminantes, porque se ha pasado la mitad
de la velada preguntándose si el hubiese sido capaz de un sacrificio
como ése, durante tanto tiempo, y no puede contestarse del todo.
Y
más que nada por algo así, por algo que se supone que es una estupidez
en la vida de la gente. Bancarse un laburo mal pago, con jefes hijos de
puta, con unos francos rotativos de porquería, para darle de comer a la
familia, Bogado lo hace sin dudar un instante y lo mismo cualquiera de
los que están reunidos alrededor de la mesa. Pero acá no se trata de
alimentar a la familia, si no de algo distinto. El Hormiga hace eso por
un amor diferente, que la mayoría seguro que no entiende. Pero Bogado
sí, y los otros también, la puta madre. Y por eso Bogado intuye que al
Hormiga no hay con qué darle, y mientras intenta pincharle el globo se
siente un sicario indigno y traidor.
Bogado
trata de detenerse. No puede mezclarse en semejante embrollo, porque lo
de terminar todos presos va en serio. Por eso lo enloqueció al otro con
sus objeciones. Y le ha hecho mil quinientas porque el plan del Hormiga
es imposible. Un sueño. Una utopía. Y aun cuando resulte, ¿qué va a
cambiar?
Pero
cuando se lo dicen los mira con esa cara de iluminado, con esa
expresión de elegido, con esa fe de converso, con esa certidumbre de
profeta, y los deja desarmados. O peor, les grita eso de “20 años” y es
como que les entierra un clavo filoso entre las costillas; sienten que
les chorrea la desolación por las venas y se les enfrían las tripas con
el dolor sucio de la humillación y de la burla. Y no se pueden enojar
porque el Hormiga, antes que a ellos, se lo está diciendo él mismo. Les
dice “20 años” para que les duela, pero ellos saben que a él le duele
más decírselo a sí mismo, lo lacera más que a nadie volver a escuchar
esa cifra de escalofrío que ya le pesa como un ropero de plomo sobre el
alma.
Y
parece como si el Hormiga supiese que Bogado está a punto de
derrumbarse, porque con uno de los marcadores que estuvo usando para las
cruces y para las flechas escribe 1974-1994; esos ocho números a Bogado
se le clavan en las entrañas y empieza a sentir que se le desinflan los
argumentos y se le enturbia la lógica. Hace un último esfuerzo:
-
Hormiga, te lo pido por favor. Pensá lo que decís. No tiene gollete.
Aparte, suponiendo que no nos agarren, ¿para qué va a servir?¿No te das
cuenta? Es un sueño, Hormiga, una fantasía.
El
otro tarda en contestar, y cuando habla usa un tono mucho más enérgico,
tal vez angustiado, casi como si estuviese a punto de largarse a
llorar, como si las palabras le saliesen crudas, como si proviniesen de
un lugar demasiado hondo como para cocinarlas antes de pronunciarlas:
-Ya sé, Santiago. Ya lo sé. Pero no me puedo quedar con los brazos
cruzados. ¿Qué querés que le haga?
Bogado
no sabe qué contestar. ¿Qué puede retrucarle? El Hormiga no sabe qué
hacer. Bogado tampoco. Al Hormiga le duele el alma con ese dolor que
sólo entienden algunos. A Bogado también. Pero mientras el Hormiga soñó,
calculó, laburó, investigó, planeó y preparó, él, Santiago Bogado, no
ha hecho más que lamentarse y sufrir, sin mover un dedo. No sabe qué
contestar y simplemente suspira, claudicando.
Carucha,
que estuvo en silencio desde el comienzo, dice: “Yo me prendo”. José se
apunta: “Yo también”. Bogado sacude la cabeza, con los ojos bajos.
Sergio apoya a los otros, y los restantes dudan un segundo y hacen lo
mismo. El Hormiga no dice nada. Sigue esperando las palabras de Bogado.
Bogado
repasa todas las cosas estúpidas que hizo a lo largo de su vida y
siente que está a punto de cometer la peor de todas. Algo lo
tranquiliza: la mayor parte de esas estupideces las cometió por la misma
causa que lo lleva a lo que está a punto de perpetrar, y tan mal no le
ha ido. Toma aire buscando los últimos gramos de decisión que le faltan, alza la mirada hacia el Hormiga y pregunta: ¿Cuándo?”.
Veinte
horas después están todos, excepto el Hormiga, en un baño de hombres,
embutidos en dos retretes contiguos; de pie, pegados unos a otros,
inmóviles y silenciosos, a oscuras. Bogado no siente los pies,
adormecidos como están por el plantón. Lleva cinco horas ahí adentro,
siguiendo la expresa indicación del Hormiga. Entró al baño, pasó de
largo frente a la larga hilera de mingitorios y se metió en el último
compartimiento de los inodoros. A las seis llegó Carucha. Seis y media,
Ernesto. A las siete, Rubén. Los otros tres se acomodaron en el de al
lado a medida que fueron llegando, siempre a intervalos de media hora.
Al principio Bogado tenía los nervios de punta. ¿Qué iban a decir si los
encontraban? El Hormiga había insistido: “Ese baño no lo revisan nunca y
lo limpian cada muerte de obispo”.
Ahora
Bogado está más calmado porque parece ser cierto. A las diez apagaron
las luces. Carucha enciende de vez en cuando una linternita en forma de
lapicera que lleva en la campera y Bogado ve los rostros de los todos
como si fueran espectros o personajes de una película de vampiros. El
que no quiere callarse es Rubén. En un cuchicheo casi permanente jode,
se queja del dolor de gambas, pregunta cada diez minutos cuánto falta.
De vez en cuando lanza una risita nerviosa, pero Bogado no teme que vaya
a quebrarse. Simplemente muestra un poco más sus nervios, nada más. Él
está igual, aunque la juegue de duro y de tranquilo.
A
las doce empiezan a acalambrársele las piernas, pero aunque se muere de
ganas de salir a dar unos pasos no se anima a desobedecer la orden del
Hormiga. A la una escuchan que se abre y se cierra la puerta vaivén del
ingreso. Unos pasos rápidos se dirigen en la oscuridad hacia el
escondite: “Soy yo”, dice el Hormiga en un murmullo, justo cuando a
Bogado está a punto de salírsele el corazón del cuerpo: “¿Cómo van?”
contesta Carucha por todos y el Hormiga promete volver a las tres en
punto.
A
Bogado esas dos horas se le hacen eternas. Repasa una y otra vez la
conversación del día anterior y se putea en silencio por haber aceptado
semejante idea. Pero no dice nada. Los demás parecen convencidos, o por
lo menos no ponen nerviosos a los otros planteando en voz alta sus
dudas. Al cabo de un tiempo que parece infinito, Carucha anuncia que son
las tres menos dos minutos.
Puntual,
vuelve a abrirse la puerta. El Hormiga les dice que salgan. Primero
tienen que apretarse contra la pared trasera, y Rubén debe subirse con
cuidado al inodoro para hacer lugar suficiente para abrir la puerta.
Iluminados a retazos mínimos por la linternita de Carucha mientras se
contorsionan para salir de ese escondrijo, parecen títeres torpes.
Cuando le toca el turno, Bogado tiene que contener una exclamación de
dolor al poner en movimiento sus rodillas entumecidas. No ha dado diez
pasos cuando el Hormiga los manda a todos cuerpo a tierra. Bogado se
acuesta lo más rápido y silenciosamente que puede. No logra evitar que
su nariz choque con el zapato de José, que acaba de aterrizar delante de
él. Se palpa a ciegas, tratando de determinar si está sangrando. Cree
que no. A una nueva orden del Hormiga, vuelven a ponerse en movimiento.
Bogado
se alegra de que lo hayan repetido la noche anterior hasta el
cansancio, después de que él se rindiera y aceptase la propuesta del
Hormiga. “Al llegar a la puerta, cruzar cuerpo a tierra el pasillo, que
va a estar a oscuras. Al sentir el mueble, girar a la derecha y avanzar
quince metros, hasta el extremo de la larga repisa. Van a sentir olor a
jabón en polvo”. Cuando el olor dulzón que suele saturar el lavadero de
su casa le penetra en la nariz magullada Bogado comprueba que las
instrucciones son precisas. Sigue recordando: “Ahí se complica un poco,
porque tienen que cruzar el pasillo central: tres metros libres. Pero
tenemos una ayuda: armaron una isla central con una oferta de papel
higiénico que tapa bastante la cámara más cercana. Pasen rápido, a
intervalos de un minuto, siempre pegados al piso. Eso sí: no toquen la
pila de rollos porque es muy liviana, y si la tiran a la mierda no nos
salva nadie”. Bogado pasa último, porque el Hormiga le pidió que cierre
la marcha. Por un lado lo hace sentir bien esta confianza en su persona,
pero al mismo tiempo teme a cada minuto que alguien salga de la
oscuridad y lo levante del pescuezo con un manotazo. Se da vuelta y
nada: la penumbra desierta, apenas las frías luces de emergencia
llenando de sombras raras los pasillos.
A
las tres y cuarto hacen un alto. Como está previsto, el Hormiga se
levanta como si nada y camina resueltamente hacia otro extremo del
enorme salón, donde están reunidos sus compañeros de trabajo. Vuelven a
los cinco minutos. “Todo en orden”, asegura antes de volver a su puesto a
la cabeza de la extraña víbora que forman los cuerpos reptando sobre el
piso frío.
Es
entonces cuando reemprenden la marcha y Bogado ve unas cuantas baldosas
del piso frente a sí que, como si una llamarada súbita lo hubiese
incinerado en el fuego de la revelación, toma conciencia del sitio en
que se encuentra. No ha vuelto ahí en todos esos años, tan grandes son
el dolor y la nostalgia. Otros sí han vuelto. Se lo han dicho. Pero él
nunca fue capaz. No ha querido siquiera pasar por la calle ni por el
barrio. Y ahora está ahí. Ahí metido.
Se
abstrae del trance que está atravesando y de los objetos extraños y
profanos que lo rodean. Se imagina tendido igual, de cara al piso, pero
no sobre esas frías baldosas anodinas sino sobre el suelo que la
escatiman. Se imagina la noche estrellada que, más allá del edificio que
subrepticiamente recorren, baña de luz ese campo oculto bajo el
cemento. Le gusta pensarse así, como visto desde el cielo, bañado por la
luz azul de las estrellas, acurrucado en esa cuna de pasto crecido, y
el miedo se le va derritiendo como un mal sueño. Con los dedos
enguantados acaricia esas baldosas tristes y las baña con unas lágrimas
contenidas durante demasiado tiempo.
Da
vuelta el último recodo. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad,
distinguen el bulto que hacen sus amigos irguiéndose. Los imita. El
Hormiga los ubica en los extremos de la enorme góndola, cuatro de cada
lado. “A la una, a las dos, a las tres”. Todos empujan al unísono y
logran mover el catafalco unos diez centímetros. Repiten el
procedimiento varias veces.
-¿Hora?- pregunta el Hormiga.
- Tres y media –contesta Sergio.
- Estamos justo –responde el otro.
El
Hormiga se inclina y enciende su linterna. Saca una barra de acero
bruñido y hace palanca sobre una baldosa, que se levanta casi sin ruido.
La dedicación de la Hormiga sigue conmoviendo a Bogado. Noche a noche,
para no hacer bochinche en el momento definitivo, ha corrido solo la
góndola, y ha limado la pastina y el adhesivo hasta socavar la mezcla.
Levanta otra baldosa. Queda al descubierto un boquete estrecho, sobre un
contrapiso gris y parejo.
El Hormiga pregunta de nuevo la hora.
-Menos veinticinco –responde Sergio
- Es ahora – retruca el primero.
Han
formado una ronda alrededor del boquete. En ese momento se enciende un
motor ruidoso a la distancia. Bogado está maravillado: los cálculos de
Hormiga son exactos hasta en la hora en que se encienden las pulidoras
del hall central.
A
una señal, Rubén y Sergio sacan dos mazas y dos cortafierros con las
cabezas envueltas en trapos gruesos, y empiezan a dar golpes sobre el
agujero del piso. Bogado siente como si el ruido fuese atronador. Pero
pasan los minutos y nadie viene desde la oficina de los guardias.
Evidentemente las lustradoras tapan el sonido. A otra señal del Hormiga,
Carucha y Ernesto reemplazan a los otros. Los demás miran extasiados.
No pueden apartar los ojos de ese hueco que se ensancha. Se supone que
uno de ellos –Bogado ya no recuerda cuál, ni le importa- debe estar de
pie en el extremo de la góndola, vigilando el pasillo central y la línea
de cajas, pero ninguno puede sustraerse al hechizo proverbial que toma
forma en el centro de la ronda.
Cuando
le toca el turno, a las cuatro menos diez, Bogado siente que flota en
una excitación sin edad. Piensa en su tío, pero trata de borrarlo de su
pensamiento por miedo a quebrarse tan cerca del triunfo. El Hormiga,
olvidado de su papel de estratega, da vueltas y saltitos asomándose
sobre las cabezas inclinadas, y repite como loco: “Ahora sí, muchachos.
Ahora van a ver. Ahora se nos da. Es cuestión de sacar de acá y poner
allá, en el Bajo. Se acabó la malaria, van a ver, se los juro”. Y Bogado
siente, mientras golpea frenético el cemento, que es verdad, que es
cierto, que esta vez se corta el maleficio, y que son ellos los ángeles
custodios del milagro.
Bogado
siente una oleada de pasmo. El cortafierro acaba de hundirse, bajo el
contrapiso, en una materia blanda. No puede contener un gritito. El
Hormiga apunta la linterna al agujero. Una masa cenicienta y blanda yace
bajo los restos de los escombros. No pueden controlarse. Se lanzan al
unísono a escarbar con las manos desnudas, unos sobre otros. Dan las
cuatro, pero no lo notan. Rubén, de repente, pide casi a gritos que se
iluminen la mano. Ocho pares de ojos se clavan en su puño. Tiene la piel
arañada, las uñas rotas, el anillo de casamiento opaco y cruzado de
raspones. Y bien aferrado, como si fuera un tesoro de cuento, un puñado
de tierra negra que asoma entre sus dedos crispados. Bogado trata de
contener las lágrimas, pero cuando escucha los sollozos de Carucha, y
cuando ve que Sergio se hinca de rodillas y se tapa la cara para que
nadie lo vea, se lanza a moquear sin vergüenza.
El Hormiga se adelanta. Los demás le abren un espacio en el
medio. Se hinca con la dignidad de un sacerdote egipcio que se dispone a
escrutar las más oscuras trampas del destino. Sergio levanta la
linterna y le ilumina las manos mientras recoge trocitos del tesoro en
un frasco de vidrio. Cuando termina se pone de pie. Alza el brazo
derecho con el frasco en alto. Vacíos de palabras, los ocho se apilan en
un abrazo. Tardan en destrenzarse. A una orden del Hormiga salen
disparando hacia una salida de emergencia.
En
la cabina de control de cámaras, un guardia frunce el entrecejo. Otro
le pregunta qué le pasa. El guardia piensa antes de responder. Esos
monitores color son muy lindos, pero todavía no se acostumbra. Igual
contesta que no pasa nada. Teme que su compañero piense que está loco si
le dice que creyó ver, a la altura de la góndola de los fideos, pasar
corriendo a unos tipos vestidos con camiseta de San Lorenzo."El golpe del hormiga" de Eduardo Sacheri.
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